Un fantasma recorre la América nuestra. No es el del comunismo sino que el fantasma del progresismo que irrumpió a partir de 1999 con victorias electorales en Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Nicaragua y Honduras. Hubo quien prematuramente quiso declarar el fin del progresismo durante la segunda década del presente siglo, sobre todo con la vuelta de gobiernos de derecha en Argentina, Uruguay y Ecuador, incluyendo aquellos producto de golpes de estado de variada índole en Honduras, Paraguay, Brasil y Bolivia. Sin embargo, a partir del 2018 el mentado fin de ciclo del progresismo parece haber quedado sin efecto con nuevos triunfos electorales en México y Argentina, así como más recientemente en Perú, Honduras y Chile, sin hablar de las expectativas existentes en torno a Brasil y Colombia en el 2022.
A pesar de los apocalípticos vaticinios que cundieron a finales del Siglo XX de que el fantasma del comunismo ya era historia del pasado, éste siguió dando señales de que se negaba a desaparecer. Ha demostrado una capacidad para retornar una y otra vez de la nada a la que sus enemigos pretenden siempre destinarla, para suplir un vacío que sólo puede llenarse con su presencia. Es en ese contexto que hay que entender el parto del proyecto conocido como el Socialismo del Siglo XXI y, además, el impulso a un nuevo poder y modo de producción comunal como parte de la profundización de la revolución bolivariana en Venezuela. A ello se unió la fundación, junto a Cuba, de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), como la iniciativa de integración regional más audaz en su cuestionamiento de las lógicas neoliberales imperantes en la economía capitalista mundial. A ésta le siguieron otros proyectos de integración regional independiente, en particular la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), la cual celebró con éxito en septiembre de 2021 su VI Cumbre. Con ello quedó relanzada el objetivo estratégico de constituir a la región latinoamericana y caribeña como un nuevo polo alternativo de poder en las relaciones internacionales.
En gran medida, todos estos proyectos tienen su origen en la visión estratégica del líder bolivariano venezolano Hugo Chávez Frías, quien entendió que la revolución debe ser potenciada permanentemente en todos los frentes, de la misma manera en que el sistema capitalista pretende reproducirse continuamente desde cada uno de estos. De ahí que a pesar de su carácter inicialmente posneoliberal, no se pudo evitar que fuese potenciándose en el seno del progresismo una postura también anticapitalista y antiimperialista. La presencia de Chávez en ese sentido fue clave, como también lo ha sido su ausencia repentina a partir del 2013.
Sin embargo, no deja de existir cierta inquietud en la actualidad acerca del estado actual y la dirección del progresismo latinoamericano. Ello es así, sobre todo, cuando se tiende a percibir que a gran parte de éste, incluyendo sectores marxistas, les parece producir vértigo plantearse la posibilidad de la ruptura sistémica y, peor aún, temor a sus retos estratégicos, incluyendo el uso de la fuerza contra sus enemigos, remilgo éste que no tiende a padecer sin embargo la derecha ante cualquier asomo, real o imaginado, de un posible retorno del espectro comunista. Se toma distancia en ese sentido de la experiencia chilena de 1970-1973 bajo la presidencia de Salvador Allende, para quien su proceso de cambios se concibió como una vía pacífica y democrática, eso sí, de tránsito del capitalismo al socialismo. Y ahora se le tiende a recriminar por la polarización resultante, como si Allende fuese quien se inventó la lucha de clases. Lo más que en todo caso se pudiese criticar a la Unidad Popular es no haberse preparado para su desenlace violento, el cual era anticipable, pero no por haberse atrevido a soñar en la posibilidad de una vía revolucionaria diferente. Lo cierto es que cada vez que Allende le tendía la mano a, por ejemplo, la opositora Democracia Cristiana para intentar avanzar con un mínimo de consenso, ésta rechazaba el gesto conciliatorio. No le interesaba que tuviera éxito en su gestión gubernamental y, siguiendo su interés de clase, prefirió al final unirse a las fuerzas golpistas.
En algunos casos, el vértigo del progresismo se ha tornado en animadversión hacia las particularidades de procesos en nuestra región de lucha frontal antisistémica como, por ejemplo, la librada por el gobierno y el pueblo de Venezuela contra las agresiones políticas, económicas e, incluso, militares de las que ha sido víctima por parte del imperialismo estadounidense como también del europeo. Incluso, esa actitud insolidaria y de displicencia encuentra otro objeto en Cuba y su revolución socialista, ante los intentos continuados de Washington por arreciar el criminal bloqueo de hace seis décadas y destruirla; y en Nicaragua y sus respuestas soberanas a las intromisiones foráneas desestabilizadores en sus asuntos internos. En los tres casos, vemos como Estados Unidos y la Unión Europea pretenden bloquear cualquier posibilidad de éxito de sus procesos revolucionarios o de cambios que sean contrarios a sus intereses neocoloniales. Sin embargo, hay quienes en el progresismo que —como, por ejemplo, el nuevo gobierno de centro-izquierda en Chile— prefieren culpar a los gobiernos de Venezuela, Cuba y Nicaragua, por los problemas que encaran sus respectivos pueblos.
Por más que se niegue, para todos los fines prácticos, en estos sectores del progresismo se ha terminado por abrazar la idea de que, luego del 1989, habitamos en el final de los tiempos, con su correspondiente normalización de la democracia liberal capitalista en sustitución de la lucha de clases. La ruptura revolucionaria para la construcción de una nueva sociedad ha sido reemplazada por el progreso paso a paso de reformas, pero sin salir del capitalismo. Se entiende que no existen las condiciones para una salida revolucionaria a la crisis estructural del capitalismo en nuestra región, sino que sólo existe la posibilidad de una salida reformista dentro del propio sistema. Y, producto de ello, algunos pretenden convertir en parias regionales cualquier país que como Venezuela, Cuba y Nicaragua, se salgan de ese molde liberal reformista.
En fin, la dialéctica materialista de la contradicción ha sido dejada en suspenso en favor de una dialéctica trascendental de la reflexión o la diferencia dialógica. El Siglo XX fue bautizado como el siglo de la contradicción, sobre todo la existente entre fuerzas sociales y políticas antagónicas, mientras que en el Siglo XXI se cree que se impone la valoración y conciliación de la diferencia entre fuerzas que han consentido a dirimir sus conflictos de conformidad con las reglas y normas del sistema existente. El tren de la historia materialista se detuvo, como si hubiese arribado a la estación final. En todo caso, lo que se vive es más bien un cambio de línea. El fantasma del comunismo ha sido suplantado por el del progresismo.
La idea del progreso
La idea del progreso siempre ha sido problemática. La crítica a sus ambigüedades fue siempre uno de los ejes del pensamiento del filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau. Para éste, el progreso no es un proceso histórico con una dinámica lineal. Tiene signos tanto positivos como negativos. Su Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, tiene como una de sus tesis centrales la negación de la idea del progreso que fue tan central a la Ilustración y según la cual concebía la historia como un progreso continuo y positivo (Rousseau, 1985).
La idea del progreso parte de la premisa de que el conjunto de los miembros de la sociedad integran un todo, independientemente de sus circunstancias particulares, incluyendo su condición social. Impera bajo ésta una racionalidad contractualista que legitima el orden establecido como resultado del consentimiento de los gobernados. De ahí sigue que igualmente estos están dotados de una facultad, la razón, a partir de la cual se puede producir conocimiento, sobre todo científico, así como leyes, que servirán para posibilitar progresivamente su bienestar y felicidad.
La Ilustración era caracterizada por una fe ciega en esa razón y en ese progreso sin límites. En cambio, para Rousseau, el progreso y la razón fría han empobrecido a la humanidad. Para el filósofo contra-ilustrado, existía una contradicción entre el progreso material y el progreso ético y moral que era consustancial a las ideas y prácticas propias tanto de la Ilustración así como también del liberalismo, el cual se constituyó en pensamiento económico-político dominante (Rousseau, 1985; Fridén, 1998: 14-18). Incluso, Rousseau anticipó la proximidad de una revolución en Francia que se reduciría al derrocamiento del régimen monárquico, sin que se diera la verdadera ruptura que hacia falta en el orden civilizatorio para poner fin a la desigualdad que afectaba a la gran mayoría.
En referencia a estas ideas de Rousseau, opinó Federico Engels:
“Cada nuevo avance de la civilización es, a la vez, un nuevo avance de la desigualdad…De este modo la desigualdad se trueca de nuevo en la igualdad, pero no ya en la igualdad rudimentaria del hombre primitivo privado del habla, sino en la igualdad superior del contrato social. Los opresores se convierten en oprimidos. Es la negación de la negación. En Rousseau nos encontramos, pues, ya no sólo con un proceso de ideas identificadas como dos gotas de agua a las que se desarrollan en El Capital de Marx, sino además, en detalle, con toda una serie de los mismos giros dialécticos que Marx emplea: procesos antagónicos por su naturaleza y preñados de contradicciones, con el trastrueque de un extremo en lo contrario de lo que es, y finalmente, como médula del todo, la negación de la negación. Y si Rousseau no podía en 1754 hablar la jerga de Hegel, no por eso dejaba de estar grandemente infectado, veintitrés años antes de nacer Hegel, por el contagio hegeliano, por la dialéctica de los contrarios …” (Engels, 1968: 155-156).
Más adelante, Max Horkheimer y Theodor Adorno coincidieron en lo esencial con el juicio rousseaniano, al tachar de totalitaria la razón instrumental propia de la ilusión ilustrada (Horkheimer y Adorno, 1997). Asimismo, Walter Benjamin, otro integrante de la Escuela de Frankfurt, se refirió de la siguiente manera a un cuadro de Paul Klee llamado Angelus Novus y al que éste rebautizó como “ángel de la historia”:
“Tiene el rostro vuelto hacia el pasado. En lo que a nosotros nos aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe, que incesantemente apila ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. Bien quisiera demorarse, despertar a los muertos y volver a juntar lo destrozado. Pero una tempestad sopla desde el Paraíso, que se ha enredado en sus alas y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al que vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece hasta el cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso” (Benjamin, 1995: 53-54).
Benjamin se opuso a la idea del tiempo histórico propia de la Ilustración, es decir, la historia reducida a la idea del progreso como un tránsito mecanicista compuesto por una sucesión de etapas preordenadas dentro de un proceso unidireccional de perfectibilidad. Su postura surge ante el hecho de una socialdemocracia que claudicó, luego de la revolución bolchevique, a la idea de la revolución europea al valorar que para lo único que había condiciones, en esa etapa histórica, era asumir la administración del desarrollo del capitalismo ante la incapacidad demostrada por la clase capitalista en sus respectivos países. Ello condenó a la Rusia revolucionaria a limitarse a construir el socialismo en su propio país, en medio del asedio externo e interno. En ese contexto, no le quedó también otra alternativa a la joven revolución que acudir a algunas de las formas económicas y políticas del capitalismo, incluyendo la ley de valor y las lógicas salvajes y tiránicas propias de acumulación originaria capitalista, incluyendo la apropiación de la plusvalía producida por el proletariado y el campesinado.
Un marxismo de la comuna
Según Benjamin, esta concepción de la historia resultaba ser una construcción ideológica nada dialéctica y menos aún materialista. Se reducía a fetichizar la situación imperante en el presente, a la que no se le veía una salida. El presente se erige así en marco exclusivo desde el cual se determina la posibilidad y el alcance de cualquier cambio. Sin embargo, se trata realmente de un presente que se abstrae de la totalidad social, como también de una concepción del tiempo histórico que se reduce a lo existente en el momento, ignorando aquella otra parte de la realidad que puede estar en trance-de-ser o sobre la cual ya existen impulsos anticipatorios de una nueva posibilidad. Para el filósofo marxista alemán, la posibilidad de la ruptura con la fatal repetición de la historia de lo que es y ha sido, sólo es posible dentro de lo que conceptúa como “el tiempo del ahora” (Benjamin, 1995: 61-63).
Benjamin se define como un marxista de la comuna. Sigue la orientación teórica dada por Marx luego de la Comuna de París de 1871 cuando afirmó que ya no era cuestión de seguir discutiendo si la revolución era necesaria o posible, sino que lo que correspondía era definir cómo organizarla e implantarla. En ese sentido, puntualiza que no existen unas condiciones objetivas lógicamente preestablecidas para hacer la revolución. Las revoluciones no son consecuencias lógicas de coyunturas desestabilizadoras de lo existente, incluyendo su situación o correlación de fuerzas. Son momentos que rompen con las condiciones de lo existente e interrumpen el continuum de la historia. Lo que hasta ayer parecía imposible, se presenta ahora como posible al existir la voluntad y organización política para ello.
El repliegue histórico de la socialdemocracia europea llevó, por otra parte, a otro reconocido pensador marxista, el húngaro György Lukács, a sentenciar que el movimiento histórico se le había escapado de las manos a quienes debían ser sus protagonistas. Se vieron a sí mismos como los que cumplen fatalmente un papel predeterminado que le ha sido impuesto por las circunstancias, cuya marcha no parece tener otro sujeto que no sea el capital.
La historia se repite nuevamente hoy, por aquello de que nos negamos a aprender de ella o, peor aún, la desconocemos por la falta de cultivo de la memoria histórica. Esta crítica a la idea del progreso aplica a esa izquierda que hoy se caracteriza de progresista e, incluso, de socialista democrático para diferenciarse de la izquierda revolucionaria que tendió a prevalecer en el siglo pasado. Es una izquierda que en la actualidad, inclusive, tiende a identificarse más con el Lenin del Nuevo Plan Económico (NEP) de 1921 (García Linera, 2021), como referente histórico, que con el Lenin de los soviets o, incluso, con el Lenin de la crítica al burocratismo al final de su vida. En este último caso, Lenin se da cuenta de que el Estado y el Partido van desplazando peligrosamente el protagonismo imperativo del pueblo trabajador desde una posición de saber absoluto que crecientemente se convierte en instrumento de dominación. Se trata de una postura que no da cuenta de las consecuencias nefastas que eventualmente tuvo ese retorno a las formas económicas capitalistas en el colapso, entre 1989 a 1991, del socialismo real en la URSS.
Ya lo advirtió el Che Guevara:
“Persiguiendo la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas que nos legara el capitalismo (la mercancía como célula económica, la rentabilidad, el interés material individual como palanca, etcétera), se puede llegar a un callejón sin salida. Y se arriba allí tras recorrer una larga distancia en la que los caminos se entrecruzan muchas veces y donde es difícil percibir el momento en que se equivoca la ruta. Entretanto, la base económica adaptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia” (Guevara, 1992: 57).
“El comunismo es un fenómeno de conciencia, no se llega a él mediante un salto en el vacío, un cambio de la calidad productiva, o el choque simple entre fuerzas productivas y las relaciones de producción”, sentenció el líder revolucionario argentino-cubano (Guevara, 2006: 14-15).
Lo real del capital
El Che Guevara fue quien introdujo a mi generación de militantes marxistas-leninistas al tema de la subjetividad, junto a otros pensadores como Herbert Marcuse y Frantz Fanon. Para éstos las condiciones subjetivas no eran ajenas a las condiciones objetivas. Representan dos mundos que hasta entonces se mantenían separados dentro de la perspectiva economicista a la que se había reducido el marxismo a partir del estalinismo. Sin embargo, están íntimamente interrelacionados.
Hay quienes desde el progresismo pretenden despachar la caracterización como determinante que se hace de la subjetividad como si fuese una ilusión ideológica que termina por biologizar o psicologizar la dominación capitalista y con ello, incluso, clausurar cualquier posibilidad de liberación. Ahora bien, hay que aclarar que ni los imaginarios ni las ideologías pueden reducirse a pura ilusión ya que, en el fondo, representan formas y prácticas sociales históricamente concretas, y las contradicciones reales que se despliegan dentro y desde éstas. Incluidas en estas metanarrativas, se hallan además las mistificaciones o fetichizaciones con las que justificamos y muchas veces falseamos, consciente o inconscientemente, nuestras representaciones de la realidad. Aún Marx reconoce que bajo el capitalismo el sujeto “es algo dado tanto en la realidad como en la mente” (Marx, 1982: 27). Como tal posee una consciencia subvertida y fetichizada de la realidad.
Según Louis Althusser, la ideología es el orden imaginario, inherente a las formaciones sociales, que sirve para asegurar su reproducción. La ideología nos constituye como sujeto en el seno de esas formaciones sociales históricamente determinadas. Advierte, no obstante, que su fuente está en el inconsciente. En ese sentido, el filósofo marxista francés reivindica la importancia del psicoanálisis como un referente fundamental para el desarrollo de una comprensión materialista acerca de nuestro mundo escindido. Recoge así también la admonición de Mao Zedong: Uno se divide en dos.
El psicoanalista francés Jacques Lacan fue el soldador de los dos mundos hasta entonces separados. Habla de lo real, desde el cual, más allá de la realidad, se produce ese imaginario o ideología que sirve para apuntalar la reproducción del capital. Lo real es, en última instancia, el capital y sus determinaciones estructurales de nuestras circunstancias. Al respecto, Lacan, quien no era marxista pero que como materialista reconoció a Marx como uno de sus referentes fundamentales, advierte: “El capital fetichiza e ideologiza así el conocimiento, a la vez de que lo desarma en su capacidad para producir nuevas acciones contestatarias o intentos de ruptura sistémica” (Lacan, 2002).
Lacan proclama a Marx como el creador del síntoma que padece el sujeto moderno: la explotación de un ser humano por otro. Sin embargo, insiste en que dicho síntoma no se supera por medio del mero conocimiento de su existencia o denuncia. Tampoco se consigue desde una comprensión estrictamente limitada a sus consecuencias económicas. El capital no se reduce a lo estrictamente económico. Hay que entender que el capitalismo no es sólo un modo de producción, sino que también de dominación a partir de los vínculos sociales que estructura, particularmente por medio de la organización social del trabajo. Ignorar esta complejidad del capital como una relación social es lo que ha llevado, según el psicoanalista francés, a que los revolucionarios o la izquierda en general terminen reproduciendo lo que él llama “el discurso del amo”, en la forma de la burocracia que pretende representar un saber total ante un proletario que se describe como desposeído de saber por el capital e incapaz de conocer desde sí mismo lo que necesita e, incluso, lo que quiere, es decir, incapaz de la autodeterminación o autogobierno. Tal pretensión no puede ser otra cosa que reduccionista y opresiva, concluye. Ello explica que la izquierda, incluso la revolucionaria, no haya conseguido superar el discurso de dominación, el cual está apuntalado en una subjetivación constituida desde la burocracia gubernamental, es decir, desde el Estado.
En relación a la crítica lacaniana del momento revolucionario y, de paso, coincidiendo esencialmente con Benjamin, el filósofo esloveno Slavoj Zizek nos habla de la importancia de reivindicar la postura rupturista de Lenin:
“En sus escritos de 1917, Lenin reserva su ironía mordaz más cáustica para quienes se meten en la búsqueda sin fin de algún tipo de ‘garantía’ de la revolución; esta garantía adopta dos formas fundamentales: bien la noción reificada de Necesidad social (no deberíamos arriesgarnos a la revolución demasiado pronto; hay que esperar al momento adecuado, cuando la situación esté ‘madura’ con respecto a las leyes del desarrollo histórico: ‘Es demasiado pronto para la revolución socialista, la clase obrera todavía no está madura’), bien la legitimidad normativa (‘democrática’: ‘La mayoría de la población no está de nuestro lado, así que la revolución no sería realmente democrática’). Tal y como lo expresa Lenin repetidas veces, es como si el agente revolucionario, antes de arriesgarse a tomar el poder estatal, debiera obtener el permiso de alguna figura del gran Otro (organizar un referéndum que establecería que la mayoría apoya la revolución). Con Lenin, al igual que con Lacan, la revolución ne s’autorise que d’elle-même [sólo se autoriza por sí misma]: se debería asumir el ACTO revolucionario sin la cobertura del gran Otro: el miedo a tomar el poder ‘prematuramente’, la búsqueda de garantías, es el miedo al abismo del acto” (Zizek, 2014: 16-17).
Es ese vértigo ante el “abismo del acto” al que Lenin dirige su crítica. Zizek entiende, con razón, que Lenin representa una lógica diferenciada y contraria acerca de la revolución a la representada por la socialdemocracia de su tiempo e, incluso, de las corrientes reformistas en la actualidad. Bajo la lógica reformista el movimiento real y contradictorio de la historia queda en suspenso, y se decide entonces esperar por un mejor tiempo en que se den las circunstancias “objetivas”. Por otra parte, está la lógica rupturista bajo la cual se enuncia el imperativo de aprovechar aquellos momentos o acontecimientos excepcionales en que confluye un conjunto extraordinario de circunstancias y la suma imprescindible de voluntades organizadas y movilizadas, que ponen sobre el tapete la posibilidad de romper con lo existente y abrir paso a algo nuevo. Si bien es cierto que hace falta el colapso de orden existente, también es cierto que éste no cae sin no se le hace caer.
La ilusión ideológica del Estado
Por eso no podemos dejar de preocuparnos cuando leemos afirmaciones desde el progresismo en el sentido de que el Estado es una forma política neutral representativa de la sociedad, tanto de los gobernantes como de los gobernados; que el alma de la sociedad está en el Estado; o, sin más, que el Estado es una manera de estar en la sociedad. Si existe una ilusión ideológica es esa fetichización desde la izquierda actual de la forma política estatal.
A pesar de su autonomía relativa, la forma Estado no puede entenderse exclusivamente a partir de sí mismo, es decir, negando las determinaciones de lo económico sobre éste, si bien tampoco puede ignorarse los efectos estructurantes de lo superestructural –tanto el Estado como el derecho- sobre lo económico. Se determinan mutuamente aunque, en última instancia, sobredetermina la economía.
Me parece de graves consecuencias el intento que hace el progresismo por ignorar lo determinante de las formas. Es lo que sucede cuando, por ejemplo, caricaturizan las posturas del subcomandante zapatista Galeano (antes Marcos) o John Holloway acerca de “la tomar del poder”. Se falsea lo que realmente plantean estos.
Conocida es la siguiente expresión del subcomandante Galeano (Marcos): “¿La toma del poder? No, algo apenas más difícil: un mundo nuevo…”.De lo que se trata es de construir, desde abajo, un poder muy otro desde el cual crear una nueva sociedad. Al respecto señaló en otra ocasión:“Con la caída del muro de Berlín, con el derrumbe del campo socialista, lo que se produce no es el fracaso de un sistema social, y el triunfo de otro, el fracaso del socialismo y el triunfo del capitalismo; en realidad, se trata del fracaso de una forma de hacer política”.
Por su parte, Holloway profundiza esta propuesta teórica nada simple ni disparatada:
“La existencia de la política capitalista es una invitación para hacer nuestra lucha simétrica a la lucha del capital. Esto es realista, nos dicen: el poder capitalista se organiza de esta forma y para vencerlo tenemos que adoptar sus métodos. Pero una vez que aceptamos la invitación, hemos perdido la lucha antes de empezar. Las formas capitalistas no son neutrales. Son formas fetichizadas y fetichizantes: formas que niegan nuestro hacer, formas que tratan a las relaciones sociales como cosas, formas que imponen estructuras jerárquicas, formas que hacen imposible expresar nuestro simple rechazo, nuestro NO al capitalismo” (Holloway, 2001).
Para el sociólogo irlandés y profesor en la Universidad Autónoma de Puebla, México, si se participa en la política sin cuestionarla como forma de actividad social, entonces no importa qué tan progresistas sean nuestros fines, nos veremos irremediablemente cooptados por un proceso político cuya lógica conduce hacia la reproducción del mismo capital contra el cual se dice luchar. Desde esta perspectiva, no hace mucha diferencia quien “controla” el Estado capitalista, ya que mientras éste exista, el capital y sus fines serán sus verdaderos directivos, sencillamente por el hecho de que dicho Estado es “una forma burguesa de relaciones sociales”. Por tal razón, Holloway puntualiza que si de cambiar el mundo se trata, pues hay que superar la visión estadocéntrica del poder hacia una perspectiva societal o comunal apuntalada en las rebeldías e insubordinaciones que por todos lados se escenifican, todas impulsadas hacia la autodeterminación. Aquí es que radican las verdaderas fisuras del sistema desde las cuales profundizar la crisis y construir un muy otro poder más allá del control del capital.
Pero es que aún teóricos marxistas respetados del progresismo como, por ejemplo, Álvaro García Linera, han expresado lo mismo en alguna ocasión:
“Hay que abandonar, por tanto, de una buena vez, la idea vulgarizada de la ‘conquista del poder’ que se ha traducido en la ocupación del poder ajeno, luego de la propiedad ajena y la organización ajena por una élite esclarecida que más tarde ha devenido en administradora de ese poder, de esas propiedades y de esa organización ajenas a la sociedad. De lo que se trata es de que la sociedad construya su poder para emanciparse del poder privado prevaleciente e instaure el poder de la sociedad como única forma del poder en la sociedad. Si la sociedad entera no construye su poder (desde los niveles más diminutamente capilares hasta los núcleos globales y fundamentales), la emancipación es una farsa suplantadora” (García Linera, 2009: 18-19).
La cita anterior es tomada precisamente por lo que a mi criterio constituye una obra seminal de García Linera, titulada Forma valor y forma comunidad. Está dedicada precisamente a resaltar el carácter determinante de la forma social, sea bajo las forma valor propia del capitalismo o la forma comunidad o comunal; y como sus impulsos no capitalistas hacen de ésta un “punto de partida” no sólo hacia la supresión del sistema capitalista sino que además la construcción de una nueva formación social que tenga un núcleo productivo basado en lo común.
Cada formación socioeconómica produce sus propias formas políticas y normativas. Hay que distinguir, por lo tanto, entre sistemas políticos y normativos que sirven un interés privado, como básicamente el que se deriva de la forma valor, de aquellos que sirven un interés común, como el que parte de la forma comunidad o comunal. Además, en el caso del sistema político y normativo que tiene su matriz estructural en el capital, éste depende de un aparato estatal que responde, en última instancia, a la voluntad de la clase dominante y a la razón del mercado capitalista; mientras que en el sistema político y normativo que se deriva de la forma comunidad o comunal, éste responde a procesos decisionales propios de las instituciones comunales o comunitarias con fines éticos colectivos no reducidos a lo económico y lo privado.
Las formas sociales son “formas de ser, determinaciones de existencia”, nos enfatiza Marx. En ese sentido, la forma no es algo secundario o insustancial, sino que algo que encierra, sobre todo, una fuerza constitutiva determinante. Por forma debemos entender algo sustantivo que ordena o estructura algo, en este caso el sistema capitalista.
En fin, la forma política estatal es una forma social, al igual que lo es la forma-jurídica. Se trata de formas que son derivadas del conjunto de las relaciones sociales capitalistas, del mismo modo en que lo son otras formas tales como el valor, el trabajo y el dinero.
Las formas del Estado y el derecho nunca han sido tan fuertes como cuando abarcan incluso la praxis de aquellos que debieron transformarlos en dirección a su eventual extinción y suplantación por formas alternativas de gobernanza y normatividad. Por eso es un error pretender reducir estas formas a simples modos de estar en la sociedad, de gobernabilidad o de regulación social. Aparte de que son formas estructurantes de una subjetividad específica caracterizada por un orden de dominación y de batalla que se escenifica tanto afuera como al interior de nosotros y nosotras. Es por ello que para Marx la emancipación del ser humano sólo es posible a partir de su liberación de todas estas formas que nos subsumen en relaciones y lógicas de sujeción y objetivación (Marx, 2008: 164-165, 190). En ese sentido, no basta negar el viejo orden en su contenido sino que, más allá y sobre todo, hay que negarlo en su forma.
Gramsci y el progresismo
Ahora bien, uno de los referentes teóricos del progresismo, sobre todo los marxistas que se identifican con esta tendencia ideológica, es Antonio Gramsci. Y es que el teórico comunista italiano entendía que el Estado capitalista moderno representaba una forma política diferenciada en comparación a la que le precedió, basada fundamentalmente en relaciones de fuerza y la imposición a partir de éstas del dominio abierto de la clase capitalista. Bajo el Estado moderno, el poder se había tornado en un fenómeno más difuso y dispersado a través de toda la sociedad civil y, por tanto, no centrado exclusivamente en el Estado. Ya no se trataba entonces de organizar, como en el caso de los bolcheviques, un asalto al poder por medio de la toma del Palacio de Invierno. Gramsci ve en ello una perspectiva estratégica que llama “guerra de movimiento”. Sin embargo, el Estado moderno requiere de una nueva perspectiva estratégica: la “guerra de posición”. Se trata del asedio por todas partes — algo así como una guerra de trincheras— a ese poder que está mayormente situado ahora en la sociedad civil. El poder ya no se ejerce basado en relaciones de fuerza y dominación, sino que ahora está cimentado más en el consentimiento de los gobernados. A partir de ello, entendía que el modelo del asalto frontal al poder era ya obsoleto y en su lugar se imponía un cambio en la perspectiva estratégica de los comunistas que implicase librar una lucha política, desde la sociedad civil, concentrada en el cambio en las relaciones de fuerza, sobre todo para restarle la hegemonía política al bloque de fuerzas en que se apuntala el poder de la burguesía. El propósito es potenciar desde la sociedad civil —el conjunto de relaciones y asociaciones privadas que existen fuera del Estado— un nuevo bloque histórico que lleve a la burguesía a una crisis orgánica de su hegemonía política. A partir de ella se conseguiría abrir paso a una ruptura con lo viejo y facilitar el advenimiento de lo nuevo en la forma de un nuevo sistema hegemónico. Para ello, claro está, es imperativo que se persuada al pueblo a consentir libremente a las ideas alternativas de ese nuevo bloque histórico. Esa es la función docente de los “intelectuales orgánicos” representativos de dichas ideas, la cual ejercen como parte del “Príncipe moderno”, encarnado para Gramsci en el Partido Comunista. La revolución debe ser el resultado de un proceso activo protagonizado desde abajo y no un proceso pasivo protagonizado desde arriba.
Esta propuesta ha sido considerada como punto de partida de una especie de ruptura paradigmática al interior de la izquierda comunista. Ahora bien, de igual manera podría no estar tan ajena a esa tendencia ideológica que surgió en su seno a finales de la década de los setentas del siglo pasado, conocida como el eurocomunismo, y representativa de un proyecto conciliador con la forma liberal de democracia. Ello incluyó el abandono de la tesis de la dictadura del proletariado como la forma política de transición con la que finalmente se destruiría la dictadura de la burguesía y todo su aparato estatal represivo que se oculta detrás de la llamada democracia capitalista. El llamado eurocomunismo sucumbió a la idea de la neutralidad de la forma política estatal y de su relativa autonomía frente a la economía política burguesa. De paso hundió al movimiento comunista y socialista internacional en una grave crisis de identidad. En algunos casos, como en Italia, se tradujo en la liquidación del Partido Comunista entre cuyos fundadores estuvo el propio Gramsci.
Al respecto, Althusser postuló que la perspectiva estratégica gramsciana constituye una influencia teórica fundamental del eurocomunismo. Pienso que también el progresismo latinoamericano se nutre de esta misma interpretación y aplicación eurocomunista del concepto de Gramsci sobre el Estado y la política.
Si bien por un lado Althusser reconoce que Gramsci consigue entender, como pocos teóricos marxistas antes que él, la compenetración existente entre la superestructura y la infraestructura, por otro lado, le parece que finalmente cayó en una subvaloración de como lo económico, en última instancia, sobredetermina lo político dentro del todo social. Es más, subraya Althusser, lo económico está prácticamente ausente del análisis gramsciano. Se centra casi exclusivamente en lo político. Sin embargo, si solo queda lo político sobre el tapete y lo económico es desatendido, se deja de pensar y entender, en toda su complejidad, los vínculos orgánicos que determinan la existencia y la práctica de la política en sus relaciones con la economía, incluyendo la función decisiva que cumple la política en la reproducción de la economía y las relaciones sociales de producción.
Althusser le adjudica a Gramsci incurrir en una devaluación de facto hace de la sobredeterminación de la superestructura por parte de la infraestructura, lo que lleva a que casi se piense la relación dialéctica entre ambas a la inversa, es decir, como si la compenetración entre la política y la economía fuese sobredeterminada, en última instancia, por la política y no como es en realidad por la economía. Incluso, puntualiza el filósofo francés que la constitución de lo que Gramsci llama el nuevo bloque histórico tiende a sustituir como tal lo que hasta el momento, bajo el marxismo, se consideraba como la ordenación, como condición sine qua non, de un nuevo modo de producción social. Incluso, la misma noción del Estado parece también reemplazada por la noción de hegemonía. De paso, el fenómeno de la hegemonía pareciera anidar fundamentalmente en el mundo de las ideas como si fuese un campo de lucha entre éstas.
Además, de acuerdo con esta crítica althusseriana, la perspectiva estratégica gramsciana resulta en la casi invisibilización del elemento de la fuerza, que está en el centro mismo de la economía, bajo la idea de la hegemonía. Se tiende así a prácticamente ignorar el elemento de la fuerza dentro de una nueva teorización de la lucha de clases y la revolución. La lucha entre fuerzas sociales en el seno del modo de producción capitalista es sustituida por la lucha entre hegemonías en el seno de la sociedad civil y el Estado. Ello lleva a Althusser a concluir que esta nueva perspectiva estratégica propuesta por Gramsci sirvió de base para que el eurocomunismo pensase en la posibilidad de la toma del poder estatal ya no a partir de la concepción heredada del bolchevismo, es decir, el ataque frontal y violento al poder estatal, mediante la subversión del orden político y jurídico establecido, sino como el resultado de una ‘guerra de posición’ que busca tomar control de la sociedad civil donde el Estado ha cavado sus trincheras y construido sus búnkeres. Concluye Althusser:
“Al contrario del asalto frontal, el cual presupone violencia y, por ende, violencia contra el derecho (democrático), la conquista de la ‘sociedad civil’ será efectuada ‘paso a paso’ (…), tomando una posición tras otra. Nada requiere que este ‘avance’ gradual se produzca por medios violentos. Es posible y necesario que se produzca sin violencia, de acuerdo con el derecho existente, así como de acuerdo con la democracia burguesa” (Althusser, 2020: 79-80).
Así las cosas, me parece que el problema mayor planteado por aquello en que ha advenido la perspectiva estratégica gramsciana en nuestros tiempos es como ha sido acomodada para justificar la fetichización de la forma Estado, cayendo en una abstracción de su carácter de clase y del carácter estructuralmente violento del fenómeno de la dominación e, incluso, de la subjetivación, que inescapablemente anida en el fondo del fenómeno de la hegemonía. Gramsci parecería haber abierto paso a una comprensión del poder político como resultado de unos procesos de construcción de consentimiento y hegemonía como si fuesen independientes de las relaciones y las luchas de fuerzas; como si no existiese la necesidad de ejercitar la fuerza; como si la fuerza fuese integrada de manera encubierta bajo el ejercicio de la hegemonía; en que la hegemonía fuese una precondición para el ascenso al poder y no, al igual que las luchas de clases, un fenómeno en movimiento y una trinchera permanente; y, finalmente, en que la lucha política se juridifica como parte de un orden civil cuyos conflictos se judicializan bajo el supuesto fin pacificador y la aplicación imparcial del derecho burgués.
No se puede pasar por alto que para que el Estado goce del necesario consentimiento de los gobernados, necesita, al igual que en el caso del derecho, que el ejercicio de su autoridad y su razón económica-política sea fetichizada e internalizada por los sujetos políticos y jurídicos. Además, en todo caso, cuando ya eso no le funciona y las luchas de clases y grupos se agravan al punto de que pone en peligro la supervivencia del sistema, la burguesía no tiene remilgos en tirar a un lado el Estado de derecho y transformar el poder del Estado en violencia organizada contra los demás.
Hay que entender que si bien, como advirtió Gramsci, ninguna relación de fuerzas entre clases puede mantenerse sólo con represión institucionalizada, tampoco puede sostenerse sin ésta, incluyendo la fuerza en el caso de las fuerzas revolucionarias. Precisamente por ello es que hay que concebir la lucha de clases desde la totalidad de sus formas y manifestaciones, desde las económicas —el monopolio que ejerce la clase capitalista en sus diversas fracciones sobre los medios de producción e intercambio, así como el control que ejerce sobre las condiciones de vida y de trabajo de las masas trabajadoras— hasta las ideológicas —lo que incluye la ideología política y la ideología jurídica que anidan tanto fuera como dentro de cada uno y una, hasta la justificación de porqué el ejercicio del poder burgués se considera no limitado por la legalidad establecida sino que se entiende por encima de ésta (Balibar, 1977: 69-73). El Estado de derecho está siempre supeditado, en última instancia, al Estado de hecho, entendiéndose por ello hecho de fuerza.
De ahí que me temo que el uso del sistema para transformar el mismo sistema, sea una de esas ilusiones ideológicas de la que la izquierda, incluso la marxista, tiene que finalmente liberarse. En el caso del progresismo latinoamericano, dicha ilusión es la consecuencia del derrotismo en que se hundió la izquierda, en términos generales, a partir del criminal golpe chileno de 1973, seguido por la violencia brutal de la pacificación contrainsurgente impuesta desde Washington a través de la región y culminando con el histórico colapso de la URSS y el campo socialista europeo. Ante ello, la izquierda progresista entiende que está forzada a asumir una posición defensiva en lo estratégico y aceptar canalizar en adelante sus luchas a partir del Estado existente, aunque con ello quede atrapado en sus lógicas y prácticas determinadas estructuralmente por el capital.
Como ya hemos puntualizado, las formas que imperan bajo el capitalismo son propias de dicho sistema y sirven fundamentalmente para su reproducción social. Dichas formas no son simples instrumentos que pueden ser moldeados para servir otros propósitos representativos de otro modo histórico de producción y relaciones sociales. De ahí que si no se transforman dichas formas, nada cambia en el fondo. Y si lo que se pretendía era diferenciarse de las deformaciones burocráticas del socialismo real, había que preguntarse si acaso la raíz de dichas desviaciones no estaban precisamente en la presencia corruptora de esas mismas formas en el seno del proceso de transición. Son formas que cargan con unas contradicciones inherentes de las que nadie se puede escapar.
El comunismo como movimiento real
Claro está, no pretendo con lo anterior sugerir que existe a priori un mapa de ruta para salir del capitalismo hacia una nueva sociedad. No existe al respecto un modelo detallado con carácter universal. Marx nunca quiso amarrarse a una idea a priori en torno al comunismo, a modo de un ideal o modelo megahistórico, sino que siempre vio el comunismo como el resultado de la potenciación de aquellos elementos constitutivos del movimiento real de la nueva sociedad que avanza desde las entrañas mismas de la vieja sociedad. A propósito de la Comuna de Paris de 1871, escribió:
“Los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantar par décret du peuple (por decreto del pueblo). Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y a los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente liberar los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno” (Marx, 2015: 413).
Marx insistió en que las condiciones concretas para la revolución comunista serán dadas por el devenir histórico de ésta y, de seguro, no serán idílicas. De lo que se trata es de la comprensión crítica de su desarrollo concreto:
“Qué hacer en cualquier momento particular del futuro, aquello que inmediatamente ha de hacerse, depende, claro está, total y enteramente en las condiciones históricas dadas en que uno se ve forzado a actuar. (…) Ninguna ecuación puede solucionarse sin que contenga, dentro de sí misma, los elementos para su solución. (…) Una anticipación doctrinaria y necesariamente fantástica de un programa de acción para una revolución futura, sólo serviría para distraer de la lucha presente” (Marx, 1881).
Por otra parte, es importante reconocer que, contrario a la creencia y la práctica generalizada, el socialismo no es un sistema por sí solo, independiente del comunismo, sino que una fase o etapa transitoria hacia éste. Marx mismo señala al respecto: “yo nunca he construido un sistema socialista” (Marx, 1976: 171). Tilda como una “fantasía” cualquier alegación al contrario. Sobre el particular, Marx quiso siempre diferenciarse, desde su perspectiva materialista, de los socialistas utópicos.
Claro está, ello no quiere decir que Marx no abordara en algunos de sus escritos como, por ejemplo, el Manifiesto Comunista, problemas concretos que pudiesen suscitarse durante la etapa socialista. No obstante, a partir de la revolución rusa lo que terminó llamándose el socialismo realmente existente se convirtió prácticamente en estación final de un proceso histórico al que se supeditó todo a sus lógicas de acumulación y seguridad nacional. El colapso de la URSS terminó por afectar negativamente por un tiempo el concepto mismo de socialismo, sin hablar del daño causado a la idea del comunismo a partir de la interpretación estaliniana de éste.
En fin, comunismo no es otra cosa que el movimiento real que se va potenciando desde el presente hacia la constitución de un nuevo tiempo histórico caracterizado por nuevas formas comunizantes de producir, de intercambiar, de gobernanza, de normatividad y, también, de subjetivación y libertad, estando su eje en eso que previamente hemos llamado la forma comunidad o comunal e, incluso, en eso a lo que nos referimos hoy como lo común, tanto en su expresión local como universal o civilizatorio. No veo francamente otro horizonte para salir efectivamente de nuestras miserias actuales.
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* El autor es Profesor e Investigador Independiente en Filosofía y Teoría del Estado y del Derecho. Es Doctor en Derecho por la Universidad del País Vasco. Es Catedrático retirado de la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos (Mayagüez, Puerto Rico), de la que también fue Decano fundador. Es actualmente docente del Programa de Maestría en Derechos Humanos de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (México). Es autor, entre otras obras, de Crítica à economia política do direito (São Paulo, 2019), ¡Ni una vida más para el Derecho! Reflexiones sobre la crisis actual de la forma-jurídica (San Luis Potosí/Aguascalientes, 2014), y La rebelión de Edipo y otras insurgencias jurídicas (San Juan de Puerto Rico, 2004). Junto con Óscar Correas Vázquez coordinó la publicación de El comunismo jurídico (Ciudad de México, 2013). Es miembro del Grupo de Trabajo “Crítica jurídica y conflictos sociopolíticos” del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y Editor de su Boletín Crítica jurídica y política en Nuestra América.