Carlos Rivera Lugo*
“Este es un gobierno de mierda, pero es mi gobierno”.
Un obrero chileno, 1973
El compañero presidente
Era ya pasada la medianoche cuando, de regreso a San Juan, escuché por la radio de mi carro la fatídica noticia: ¡el presidente chileno Salvador Allende ha muerto! Esa noche había estado fuera de San Juan, como cuadro integrante de la Secretaría de Educación Política del Partido Socialista Puertorriqueño (PSP), a cargo de una tertulia sobre Chile y los eventos que violentamente irrumpieron ese 11 de septiembre de 1973. Hacia ya 10 meses que había regresado precisamente de Santiago de Chile, donde fui como estudiante para un posgrado en Ciencia Política en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y, luego de mis dos años allí, regresé de vuelta al mío como militante al que ya no le bastaba meramente teorizar sobre la política y la revolución. De ahí que la mala nueva que acababa de escuchar me golpeó fuertemente. El primer marxista elegido presidente dentro de una democracia burguesa había caído mortalmente producto de un golpe militar, apoyado por Estados Unidos.
Detuve mi carro en el paseo lateral de emergencia del Expreso Las Américas para poder procesar la tristeza enorme que me embargaba. Al poco rato sentí unas lagrimas salir por mis ojos, la ventana de mi alma herida. Sin embargo, lo acontecido no sólo había desembocado en la muerte heroica en combate del que afectuosamente recordábamos como el “compañero presidente”, sino que con ello se anunciaba también la muerte de lo que se conoció como “la vía chilena al socialismo”. Se trataba de la apuesta ideológica por producir una transición pacífica y ordenada, por vía de la legalidad burguesa, del capitalismo al socialismo.
Ese día, mi generación recibió una de las mayores lecciones de su vida: el poder efectivamente no se halla en los palacios presidenciales. Las elecciones confirmaban ser un espejismo que nos enmascara la verdadera naturaleza del poder en la sociedad contemporánea. Y si de verdad queremos armarnos de voluntad de poder para forjar ese mundo mejor en el que creemos, debemos prepararnos para contestar al poder en todos los rincones de la vida social y cotidiana en que habita. Que las elecciones podrán ser un medio que puede utilizarse para avanzar, pero hasta cierto punto, ya que se demostraba una vez más que al poder verdadero no se llega por medio de éstas. El poder está en otra parte. Y hay que asediarle, estratégicamente, por todos lados y en todas las formas, había advertido el Che Guevara. Las resistencias tienen que ser múltiples. Es, en fin, una guerra sin cuartel que no tolera atajos ni ilusiones falsas.
Recuerdo aún cuando nos cruzamos con Allende en el aeropuerto de la norteña ciudad chilena de Arica, allá para agosto de 1971. Era temprano en la mañana y acababa él de llegar de una visita oficial a Perú. Yo andaba con un grupo de compatriotas que acababa de regresar de Bolivia y estábamos en tránsito hacia Santiago. En Bolivia nos tocó vivir el golpe de Estado encabezado por Hugo Banzer contra el gobierno de izquierda del general Juan José Torres y la Asamblea Popular que se había constituido brevemente ese mismo año, a modo de un soviet boliviano. Así las cosas, cuando veo a Allende caminando con su sequito de colaboradores y seguridad, me le acerco y le extiendo la mano. “Saludos, compañero presidente, de parte de un puertorriqueño”. Me dio la mano y sonrió. De inmediato mis otros tres compañeros hicieron lo mismo, ante lo cual Allende expresó: “¿Qué hacen tantos puertorriqueños aquí en Arica?”. Sonrió nuevamente y siguió.
Era un hombre afable, de arraigados principios y firmes convicciones. Hombre indispensable, diría Bertolt Brecht. Decía de él el Che Guevara en una dedicatoria que le había hecho en un libro: “A Salvador Allende que persigue los mismos objetivos por otros medios”.
Al respecto de esa tensión entre los fines y los medios con la que siempre tuvo que torear, como revolucionario y demócrata auténtico, sobre todo en sus momentos finales, escribió Gabriel García Márquez:
“A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad.
La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa.
La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de un Presidente sin poder.
Resistió durante seis horas con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás.”
Allende cumplió así ejemplarmente con lo prometido en el acto de despedida de Fidel Castro del 2 de diciembre de 1971 en el Estadio Nacional de Santiago, en el que estuve presente: “Que lo sepan, que lo oigan, que se les grabe profundamente: defenderé esta revolución chilena, y defenderé el Gobierno Popular porque es el mandato que el pueblo me ha entregado, no tengo otra alternativa, sólo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad que es hacer cumplir el Programa del pueblo”. Murió defendiendo su ideal revolucionario dentro de una democracia burguesa que la burguesía misma demostraba, una vez más, que no tendría dudas en destruir si ponía el peligro su dominación.
Un compañero me preguntaba en estos días en qué Allende había fallado. A lo que respondí yo que él, con sus virtudes y defectos como todo ser humano, estuvo finalmente a la altura del reto histórico. Hizo todo lo que le correspondía y podía hacer como presidente constitucional. Estuvo maniobrando magistralmente hasta el último momento para ver como ganaba tiempo y salvaba un proceso que hacía ya meses daba señales anticipadas de que podría estar llegando peligrosamente a su final. De ahí que el 11 de septiembre tenía planeado anunciar la convocatoria de una consulta plebiscitaria al pueblo chileno para romper con el tranque político impuesto por la derecha que impedía que su gobierno pudiese seguir con los cambios. La movida de Allende para apelar a la voluntad popular terminó por provocar que se adelantaran para ese mismo día los planes que ya se fraguaban entre aquellos que preferían que se impusiese la voluntad de las fuerzas armadas y policiales. Frente a ello, fueron los partidos de la Unidad Popular los que no estuvieron preparados para enfrentar lo que ya se sospechaba que venía, más tarde o más temprano: una ruptura violenta del orden constitucional por parte de la derecha, apoyada por Washington. Ya el 29 de junio de ese mismo año se había frustrado un intento de golpe de Estado, conocido como el Tancazo. En esa ocasión Allende llamó al pueblo a tomar las industrias y a salir a las calles. “Si llega la hora, armas tendrá el pueblo”, puntualizó, aunque seguidamente concluyó: “Pero yo confío en las Fuerzas Armadas leales al gobierno”.
Hasta el día antes del golpe del 11 de septiembre de 1973, a Allende se le aseguraba que el jefe de las Fuerzas Armadas, el general Augusto Pinochet, nombrado por el mismo Allende a dicho cargo, le era leal al gobierno constitucional. Otro de los que encabezaron el golpe, el General Gustavo Leigh, había sido nombrado Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea, también por Allende. Se seguía confiando en la lealtad de las Fuerzas Armadas. Llegó finalmente la hora de la traición pero al pueblo no le llegaron las armas para defenderse. Los obreros que se concentraron en sus industrias para resistir, nunca recibieron las armas prometidas. Estos se quedaron esperando fútilmente por que sus organizaciones llamasen a y organizasen la movilización armada en defensa del gobierno popular. No se produjo la resistencia general esperada más allá del combate protagonizado por Allende y los suyos en la casa presidencial de La Moneda. La mayor parte de los líderes de la UP se fueron al exilio o fueron apresados. Yo fui parte de un grupo internacionalista organizado por el PSP para incorporarse a la resistencia chilena contra los golpistas. A pocos días de partir hacia Cuba para luego seguir rumbo a Chile, se suspendió todo pues se había ya corroborado que el golpe se había consolidado ante la ausencia de una resistencia significativa.[1]
A partir de diciembre 1973, el PSP me había designado como su representante permanente en Cuba a cargo de su Misión allí, conocida también como la Misión de Puerto Rico[2]. Fue así que conocí en La Habana a Beatriz Allende Bussi, “Tati”, como cariñosamente se conocía a la hija menor de Allende, que a la sazón se hallaba exiliada en Cuba. Ella presidía el Comité de Solidaridad con Chile que agrupaba allí a los exiliados chilenos. Tuve el honor de compartir en varias ocasiones con ella en torno a nuestras respectivas luchas. Se podía notar en ella cierta tristeza, por no decir de la más profunda aflicción, lo que resultaba entendible por ser ella, según se decía, la más apegada de las hijas a su padre. Hasta tal punto que, junto a su hermana mayor Isabel, laboraba con él en el palacio presidencial de La Moneda. Nunca se perdonó haber aceptado, a insistencia de su padre, abandonar su puesto de trabajo, dejándolo solo, aunque ella estaba embarazada en ese momento. Siempre pensé que, muy adentro, Beatriz hubiera querido estar con su padre al momento de su muerte. Tristemente, el 11 de octubre de 1977 Beatriz puso fin a su vida. Mientras asistía a su velorio en La Habana no dejaba de pensar que, al fin, había decidido irse a morar con su padre querido.
La vía chilena al socialismo
Chile representó en ese momento histórico una propuesta estratégica nueva: la posibilidad de iniciar un proceso ordenado y pacífico de tránsito del capitalismo al socialismo por vía de la legalidad y el Estado burgués. Hasta ese momento la posibilidad de abrir el tránsito del capitalismo al socialismo se entendía posible sólo por la vía de la lucha armada, que permitiese derrotar y desplazar a las fuerzas políticas y sociales opuestas al cambio; y a los aparatos represivos en que se apuntalaban su dominación. La Unidad Popular entendía que partía de unas circunstancias históricas distintas a las que sirvieron de marco a las anteriores revoluciones en que la llamada democracia burguesa se basaba más en la dominación por la fuerza que en el consentimiento y la consensuación política, como el caso de Chile.
Sin embargo, para Marx, la llamada democracia burguesa, aún en su forma republicana, nunca ha sido una forma política que pueda servir para la subversión del poder que, en última instancia, ejerce la clase dominante. Toda reivindicación o reforma, como intento de ampliar y radicalizar la democracia, es finalmente estigmatizada como “socialista” y tachada como un atentado al orden social establecido. De ahí que meros cambios de gobierno, no significa necesariamente cambios a nivel del Estado. La forma Estado es esencialmente una forma social del capital y, como tal, tiene su fundamento en la reproducción de las relaciones sociales capitalistas (Marx, 2015: 160). Por eso tampoco puede la clase obrera “limitarse simplemente a tomar posesión de la maquina del Estado tal como ésta”, creyéndose que puede apoyarse en ella para sus propios fines (Marx, 2015: 406). Menos aún, puede depender de la legalidad burguesa pues “el derecho del más fuerte es también un derecho” (Marx, 2009: 8). Una democracia real es, por ende, imposible bajo el capitalismo.
De ahí que también Federico Engels y Karl Kautsky tachaban cualquier intento de construir el socialismo por la vía jurídica como pretender la cuadratura de un círculo, es decir, un imposible. La concepción jurídica del mundo es una de las expresiones de la ideología burguesa por medio de las cuales se aspira a reducir las luchas del proletariado a meras reivindicaciones jurídicas que no modifican en el fondo las condiciones económico-políticas que determinan, en última instancia, nuestra existencia social (Engels y Kautsky, 2012).
La perspectiva marxista concebía al orden establecido como una dictadura de clase, de la burguesía y sus aliados, tanto internos como externos. La ruptura con ese orden establecido requería de la organización de un nuevo poder proletario, una verdadera democracia por y para el pueblo, y una dictadura transitoria específicamente dirigida contra los representantes del viejo orden. Se partía así de tres premisas estratégicas fundamentales: (1) la política no es independiente de la lucha de clases; (2) no puede resultar triunfante la revolución sin que el proletariado se arme para enfrentar la violencia del enemigo; (3) y que el proletariado necesita constituir una nueva estructura y balance de poder para la implantación de un nuevo proyecto antisistémico. Dichas premisas estaban fundamentadas en la historia de la lucha de clases, en particular desde las experiencias de la llamada Revolución de 1848 en Europa, la Comuna de París de 1851, la Revolución mexicana de 1910, la Revolución bolchevique de 1917, la Revolución china de 1949 y la Revolución cubana de 1959.
El problema central no era que se soñase con “tomar el cielo por asalto”, sino que había que organizarse para ello. Además, se entendía que toda revolución no se reduce a un gran evento, sino que es un proceso permanente, lo que a mi me gusta calificar como “una trinchera sin fin” cuyas condiciones están dictadas más por el movimiento real del proceso que por un programa enunciado a priori. Al respecto, expuse en un artículo que escribí y publiqué en el verano de 1973 titulado “Chile: sobre algunas contradicciones en el seno de un proceso” (Rivera Lugo, 1973: 37-47):
“El programa de la UP hizo y provocó, por el movimiento real en la sociedad, en dos años lo que teóricamente tomaría seis. Cada una de las medidas progresistas implantadas arrastraba necesariamente a las demás. Tan pronto se realiza el primer ataque a la propiedad de la burguesía, la clase obrera se ve obligada a avanzar cada vez más y consolidar posiciones lo más rápidamente posible frente al embate del enemigo de clase. Se entra en una era de crisis social y agudización de la contradicción básica de toda sociedad capitalista, es decir, entre el grado de desarrollo de las fuerzas productivas y unas relaciones sociales de producción retrógradas. Se rompe la rutina y la inercia de la vida cotidiana entre las masas; se va quebrando esa hipnosis de la legalidad burguesa producto de años de propaganda; se va desvaneciendo el respeto hacia las instituciones del Estado que por tantos años sólo han servido para justificar y proteger los intereses de la clase dominante. En estos momento en que comienzan las escaramuzas entre el pueblo y sus enemigos, producto de un auge estratégico de la lucha de masas y un descenso también estratégico en el poderío de los capitalistas, adquiere un enorme significado el papel dirigente de una vanguardia revolucionaria que organice los actuales choques, le dé una orientación definida y prevea para las más grandes y decisivas batallas del futuro” (Rivera Lugo, 1973: 41).
La derecha ya estaba conspirando y protestando en las calles desde la victoria electoral de Allende. El propio Fidel Castro, en su discurso de despedida del 2 de diciembre de 1971 (Castro, 1971), advirtió a los presentes que la derecha estaba ganando la batalla de las calles. Dijo el líder cubano:
“Nos preguntaron en algunas ocasiones —de un modo académico— si considerábamos que aquí tenía lugar un proceso revolucionario. Y nosotros dijimos sin ninguna vacilación: ¡Sí! Pero cuando se inicia un proceso revolucionario, o cuando llega el momento en un país en que se produce lo que podemos llamar una crisis revolucionaria, entonces las luchas y las pugnas se agudizan tremendamente. Las leyes de la historia cobran su plena vigencia. (…) Y las medidas realizadas ya, y que constituyen el inicio de un proceso, han desatado la dinámica social, la lucha de clases; han desatado la ira y la resistencia — como en todos los procesos de cambio— de los explotadores, de los reaccionarios”.
Y continuó:
“Ahora bien; la cuestión que obviamente se plantea … es si acaso se cumplirá o no la ley histórica de la resistencia y de la violencia de los explotadores. Porque hemos dicho que no existe en la historia ningún caso en que los reaccionarios, los explotadores, los privilegiados de un sistema social, se resignen al cambio, se resignen pacíficamente a los cambios”.
Un poco más adelante, abordó el tema de cómo los proceso revolucionarios condensan en pocos años enseñanzas que en tiempos normales tomaría mucho más tiempo. Y preguntó a los presentes: “¿Quién aprenderá más y más pronto? ¿Los explotadores o los explotados? ¿Quiénes aprenderán más rápido en este proceso? ¿El pueblo o los enemigos del pueblo?”. “¡El pueblo!” exclamaron los presentes. A lo que Fidel Castro respondió, con una extraordinaria autenticidad y honestidad, discrepando del pueblo allí presente: “Podemos equivocarnos, hacer una apreciación falsa, pero jamás decir algo que no creamos. Y nosotros creemos sinceramente que el aprendizaje de la parte opuesta, el aprendizaje de los reaccionarios ha ido más rápido que el aprendizaje de las masas”.
El líder cubano enseguida habló magistralmente sobre el tema de la violencia en el seno de los procesos revolucionarios: “A nuestro juicio el problema de la violencia en estos procesos —incluido el de Cuba— , una vez que se ha instaurado el régimen revolucionario, no depende de los revolucionarios. Sería absurdo, sería incomprensible, sería ilógico que los revolucionarios cuando tienen la posibilidad de avanzar, de crear, de trabajar, de marchar adelante, vayan a promover la violencia. Pero no son los revolucionarios los que en esas circunstancias crean la violencia. Y si ustedes no lo saben, seguramente que la propia vida se encargará de demostrárselo”.
¡Y así fue! Chile demostró que era posible obtener una mayoría electoral que le permitiese a la izquierda gobernar dentro de una democracia burguesa. Pero este hecho, por si solo, no modificaría sustancialmente las limitaciones estructurales que enfrentaría ni evitaría que pudiese alterar el curso de los acontecimientos, de acuerdo con la experiencia histórica previa. Particularmente, el balance de poder entre la burguesía y el proletariado estaría determinada por hechos como la antes mencionada batalla en las calles, el grado de armamento de los obreros, la postura de las fuerzas militares y policiales y, la situación en los países vecinos, sobre todo en relación a la gran potencia estadounidense. La guerra de clases seguiría su curso y su desenlace final sería determinado a partir de estos factores reales y no de la frágil aritmética electoral o la alegada tradición democrática chilena.
Por otra parte, desde la perspectiva de la lucha de clases se entendía errado y contraproducente tratar a tu enemigo político o de clase meramente como “oposición”, un concepto que responde, a su vez, a una concepción jurídica y no-adversativa propia de liberalismo burgués y bajo la cual se entiende que la lucha es entre iguales. Dentro de la democracia burguesa no hay una real igualdad entre las fuerzas sociales y políticas en pugna sino que una situación de poder desigual en la que, hasta ahora, la clase minoritaria, la capitalista, domina. Más aún es así en casos como el de Chile en 1973, en que la burguesía sigue dominando sobre los medios de producción, los medios de producción de ideología y de comunicación, así como las instituciones legislativas, judiciales y represivas. La idea de una revolución galante es una peligrosa ilusión.
Habían voces y fuerzas al interior de la UP y el gobierno popular que clamaban porque se endureciera la lucha por el poder. “Es incuestionable”, manifestaba al respecto por ejemplo el subsecretario del Trabajo y dirigente del Partido Socialista, Julio Benitez[3], “que en este proceso de desarrollo social hacia el socialismo, los partidos de la clase obrera tienen un papel primordial como vanguardia. Y precisamente en estos momentos en que recrudecen los crímenes políticos, se demuestra que la clase poseedora de los medios de producción y el imperialismo defienden sus intereses a sangre y fuego, de manera que la lucha por el poder adquiere la violencia propia de la lucha del explotado contra el explotador” (Benitez, 1971).
Ya para finales del proceso, vista la ofensiva creciente de la derecha contra el gobierno de Allende, especialmente en el plano económico, empezaron a producirse formas nuevas de organización política unitaria, conocidas como Comandos Comunales, que pudiesen actuar autónomamente y representar unas formas de política y normatividad alternativas a la legalidad burguesa que le constreñía el marco de acción al gobierno.[4] Unido a ello, en julio de 1972, los trabajadores del Cordón Industrial de Cerrillos emitieron un pronunciamiento a favor del control obrero de la producción y la sustitución del Congreso Nacional por una Asamblea de Trabajadores. El surgimiento de otros Cordones Industriales como el de Cerrillos, así como sus acciones, se fueron ampliando y radicalizando en respuesta al paro patronal de octubre de 1972. Los Cordones iniciaron su conversión en federaciones informales de consejos obreros en las industrias que fueron tomadas ante el intento patronal de cerrarlas con el objetivo de seguir desestabilizando económicamente al gobierno. Juntos, los Comandos Comunales y los Cordones Industriales, suscribieron lo que se llamó el “Pliego del Pueblo” en el que detallaban una serie de demandas y proponen un modelo alternativo para la construcción del socialismo al prevaleciente, incluyendo la conformación de un poder popular.
No obstante, frente al cuadro de polarización social y política creciente, se fueron profundizando las tendencias reformistas de la UP, limitando sus miras al ámbito de las instituciones gubernamentales, aún con una correlación de fuerzas desventajosa en el Congreso que impedía se pudiese avanzar significativamente por la vía parlamentaria. Incluso, la búsqueda de acuerdos con la “oposición”, particularmente la Demócrata Cristiana, llevó a que en 1972 se sometiese una propuesta —el notorio Proyecto Millas[5]— para reducir el área de propiedad social establecida como uno de los ejes programáticos dirigidos a la socialización gradual de los medios de producción. La reducción incluía la devolución a sus dueños originales de más de un centenar de industrias que ya estaban socializadas, es decir, en manos de sus trabajadores.
El gobierno parecía olvidarse de lo expresado por el presidente Allende el 4 de marzo de 1971 ante el Congreso Nacional: “No hay socialismo sin Área de Propiedad Social … En el plano económico, instaurar el socialismo significa reemplazar el modo de producción capitalista mediante un cambio cualitativo de las relaciones de propiedad y una redefinición de las relaciones de producción. En este contexto, la construcción del Área de Propiedad Social tiene un significado humano, político y económico. Al incorporar grandes sectores del aparato productor a un sistema de propiedad colectiva, se pone fin a la explotación del trabajador, se crea un hondo sentimiento de solidaridad, se permite que el trabajo y el esfuerzo de cada uno formen parte del trabajo y del esfuerzo comunes” (Amoros, 2023: 241-242).
El establecimiento de esta Área de Propiedad Social contribuyó a los grandes éxitos económicos con los que se inició el gobierno de Allende. Sin embargo, el ataque a ésta fue producto de una crítica de los reformistas al interior de la UP en contra de lo que tildaban como “revolucionarismo izquierdista”. El proyecto finalmente fue retirado por Allende debido a la fuerte oposición de los trabajadores. Producto de estas luchas contra el Proyecto Millas los Cordones Industriales se reactivaron. Incluso, en las elecciones de marzo de 1973 se pudo percibir un realineamiento de fuerzas entre los partidos y movimientos integrantes de la Unidad Popular, que favoreció al Partido Socialista, quien contó con el apoyo del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) luego de haber pactado una serie de acuerdos con éste para, entre otras cosas, detener el giro conciliador promovido por el Partido Comunista.
Otra expresión de esta perspectiva conciliadora y defensiva con la derecha fue la represión, a manos de los Carabineros, de las movilizaciones y protestas populares que surgieron en estos momentos demandando que el gobierno tomase medidas más enérgicas contra el sabotaje económico y desabastecimiento provocado por la clase capitalista, con el apoyo de Washington. La pretensión aquí del sector reformista del gobierno era que los movimientos sociales y las fuerzas populares en general se comportasen como meros apéndices del gobierno que ejecuta sólo aquello que le es permitido oficialmente. De esta manera se le quiso constreñir su autonomía práctica, tan necesaria para poder enfrentar los lastres y las limitaciones que la forma Estado le imponía al gobierno. Demás está decir que el mero hecho de que la UP controlase el Ejecutivo y lograse impulsar desde éste los inicios de una especie de doble poder fundado en su apoyo popular, no cambiaba sustancialmente el carácter de clase de la mayoría parlamentaria y de la judicatura. En ese sentido, nunca se consiguió realmente romper con el Estado burgués.
La deriva reformista llegó al punto de que se empezaron a nombrar militares como interventores gubernamentales para la solución de conflictos en algunas áreas de la economía. En ese sentido, vemos como la propia UP, sin querer, fue validando la imagen de los Carabineros y las Fuerzas Armadas como pacificadores del orden social. Por su parte, la derecha chilena, así como el imperialismo estadounidense, propiciaban el desgaste y fracaso del proyecto de la Unidad Popular, en busca de sumir al país en el caos. Para Washington, con ello se creaban las condiciones para el eventual golpe militar. Por eso el objetivo del presidente estadounidense Richard Nixon desde el inicio mismo de la victoria de Allende fue que había que poner a la economía chilena a “chillar”.
De ahí que no hay que extrañarse de la siguiente valoración del conocido jurista chileno Eduardo Novoa Monreal: “Después de haber tenido la singular experiencia de asesorar jurídicamente en Chile la frustrada tentativa de transformar su sociedad burguesa tradicional en una sociedad orientada al socialismo, sin quebrantar los marcos institucionales precedentes y respetando los lineamientos de la legislación vigente, hemos podido apreciar más cabalmente lo que el Derecho significa como rémora y como obstáculo para el cambio social.” Y abunda: “Basta mostrar las bases ideológicas del liberal-individualismo para darse cuenta que las grandes instituciones del Derecho vigente están afincadas en él” (Novoa Monreal, 1975: 12, 15).
En otras palabras, la vía chilena al socialismo murió en las arenas movedizas de la democracia liberal, la cual de democrática demostró tener sólo lo que la clase dominante, interna y externa, permite que tenga sin afectar su dominación.
Sobre la autonomía relativa del Estado
La vía chilena al socialismo se había construido sobre la tesis de la autonomía relativa del Estado con la relación a la economía política. Un referente importante en esa época fue Nicos Poulantzas, para quien sin embargo la América Latina nunca fue objeto importante de estudio y menos demostraba comprenderla en su especificidad histórica (Sader, 2021). Era básicamente eurocentrista en su enfoque del marxismo, como la casi totalidad del llamado marxismo occidental.
Poulantzas sostenía que el marxismo había tendido a desatender lo relativo al Estado, en su especificidad histórica, con la excepción de Antonio Gramsci. Entiende que lo relativo al Estado y el derecho según, por ejemplo, las contribuciones teóricas al respecto de los juristas soviéticos Eugeni Pashukanis y Piotr Stucka, habían sido reducidas a las relaciones sociales de producción e intercambio, lo que centraba entonces en la lucha de clases cualquier posibilidad de transformación revolucionaria. Vistos así, el Estado y el derecho quedan reducidos a la materialidad de la base económica como meras realidades de hecho o de fuerza.
Si bien el propio Poulantzas reconoció cierto sesgo teórico de sus trabajos en detrimento de un relativo abandono de lo concreto, es decir, una subestimación relativa de la centralidad de los hechos concretos (Poulantzas, 1972: 240)[6], el intelectual marxista griego argumenta que tanto Marx como Engels reconocieron el carácter históricamente positivo del Estado y el derecho burgués, sobre todo el reconocimiento de los valores de la libertad y la igualdad, si bien es cierto que advierten que dicho reconocimiento se limita más bien a un reconocimiento formal ya que en la práctica, como clase, la burguesía los niega totalmente. Le toca entonces al proletariado llevar dicho reconocimiento formal a la realidad práctica, es decir, haciéndolos materialmente eficaces. Para Poulantzas, en ello radica la especificidad histórica del Estado y el derecho moderno: la posibilidad de adelantar la lucha por hacer realidad dichos valores de la libertad y la igualdad, sin provocar necesariamente un estallido del orden estatal y jurídico. No se trata de destruir el Estado burgués, como hasta ahora había propuesto el marxismo, sino que de transformar a éste desde adentro mediante su creciente democratización efectiva. En eso radica la llamada “vía democrática al socialismo” en sustitución de la vía revolucionaria, basada esta última en la construcción de un poder alternativo que derrote y destruya las formas e instituciones del poder burgués y las sustituya por formas e instituciones nuevas. La política domina sobre la lucha de clases. La contienda entre partidos políticos desplaza a la contradicción entre capital y trabajo, así como a las relaciones de explotación en que se centra esta (Meiksins Wood, 1986: 25-46). La democracia representativa de raíz liberal viene así a desplazar la democracia directa de los soviets o las comunas empuñadas hasta ese momento por los comunistas.
Según Poulantzas, esta evolución del Estado y el derecho había sido anticipada incluso por Engels cuando dijo: “En un Estado moderno, el derecho no debe solamente corresponder a la situación económica en general y ser su expresión, debe ser una expresión coherente en sí misma que no se desvirtúe por contradicciones internas” (Engels, 1890). “Marx y Engels reconocieron un carácter positivo al derecho y al Estado burgués en comparación con el del periodo histórico anterior”, señala. De ahí que Poulantzas concluye que “para el pensamiento marxista, se trata de descubrir las mediaciones entre la base y la superestructura respetando su especificidad actual”, la que le otorga una autonomía relativa frente a lo económico (Poulantzas, 1969: 23-24, 30). Propone así la existencia de una separación relativa entre el Estado y las relaciones sociales de producción. Aunque reconoce que en éstas está la base estructural de la que se deriva el Estado, en la práctica tiende a subestimar a éstas como formas sociales de existencia de la dominación capitalista.
Es así que, según Poulantzas, la posibilidad de una conquista del poder es por medio de “una organización hegemónica de la clase obrera, por medio de una organización que la eleve de su lugar subalterno al nivel de una clase que vislumbre ya, luchando por su conquista, el ejercicio concreto del poder” (Poulantzas, 1969: 36-37). El poder, según Poulantzas, es la capacidad de la clase para realizar sus intereses específicos, así como el Estado es el lugar de organización estratégica para lograr materializar dichos fines. La lucha de clases adviene en lucha política, lo que crecientemente le impone a la perspectiva teórico-práctica de la lucha de clases cierta indeterminación, por no decir invisibilización.
El pensamiento de Poulantzas tiene una gran influencia de Gramsci. Según Gramsci, bajo el Estado moderno, el poder se había tornado en un fenómeno más difuso y dispersado a través de toda la sociedad civil y, por tanto, no centrado exclusivamente en el Estado. Ya no se trataba entonces de organizar, como en el caso de los bolcheviques, un asalto al poder por medio de la toma del Palacio de Invierno. Sostiene que el poder ya no se ejerce basado en relaciones de fuerza y dominación, sino que ahora está cimentado más en el consentimiento de los gobernados. A partir de ello, Gramsci entendía que el modelo del asalto frontal al poder era ya obsoleto y en su lugar se imponía un cambio en la perspectiva estratégica de los comunistas que implicase librar una lucha política desde la sociedad civil, concentrada en el cambio en las relaciones de fuerza, sobre todo para restarle la hegemonía política al bloque de fuerzas en que se apuntala el poder de la burguesía. El objetivo de esa nueva estrategia es potenciar desde la sociedad civil un nuevo bloque histórico que lleve a la burguesía a una crisis orgánica de su hegemonía política. Sólo entonces se lograría abrir paso a una ruptura con lo viejo y facilitar el advenimiento de un nuevo sistema hegemónico.
Dentro de la perspectiva gramsciana, lo político se erige en la estructura determinante desde el cual se puede cambiar las formas socioeconómicas prevalecientes, pasando a un segundo plano el elemento de la fuerza, sobre todo aquella producto de la lucha de clases que se manifiesta en el seno de la base económica. Pero, claro está, para ello es de fundamental importancia que se constituya una nueva subjetividad para lo cual hace falta la presencia de ese intelectual orgánico, el Partido Comunista, que cumple la función educativa de esa nueva consciencia política. La nueva hegemonía no surge espontáneamente ni es algo que se puede imponer desde arriba sino que se tiene que potenciar desde abajo.
Más allá de Chile, en Europa, Francia e Italia representaban nuevas experiencias potenciales de esta nueva propuesta estratégica. Era un tiempo en que sectores de la izquierda veían con cierta esperanza la posibilidad de potenciar cambios significativos por medio del Estado social o de bienestar, con su agenda redistributiva y socializante de la propiedad privada burguesa, así como su ampliación de los derechos humanos y constitucionales. Chile les había demostrado inicialmente que se podría abrir paso, por la vía electoral, a un avance de la izquierda socialista y comunista para seguir profundizando las tendencias progresistas que iban marcando la política en dichos países.
Sin embargo, la realidad terminó demostrando que el elemento de la fuerza y la dominación seguía anidando en las sombras. Si bien la gobernabilidad en el Estado moderno no puede mantenerse exclusivamente con una represión institucionalizada, como en las dictaduras abiertas, tampoco dicho Estado se sostiene en última instancia sin la fuerza. Gramsci advertía sobre ello, aunque no se le hizo caso. El Estado burgués no es una forma política neutral, sino que ha sido concebido como instrumento al servicio de la reproducción permanente del sistema capitalista y sus relaciones sociales y de poder. No me canso de repetir: el ejercicio del poder burgués no se ve limitado por la legalidad establecida cuando siente que su dominación está amenazada. En ese sentido, cualquier relativa autonomía de lo político y lo jurídico con relación a lo socioeconómico siempre estará sujeta a esa limitación estructural.
El Estado de derecho está siempre supeditado al Estado de hecho. De ahí que, con perdón de Poulantzas, el derecho no es más que el reconocimiento oficial del hecho económico-político, como bien advirtió Marx, así como Pashukanis y Stucka. A partir de ello sirve también como instrumento de ordenación de las relaciones sociales y de poder. Lo demás son elucubraciones teóricas inspiradas en las ilusiones generadas por la relativa estabilidad del capitalismo europeo de la posguerra bajo el reformismo keynesiano y el papel desempeñado en ese contexto por el Estado social o benefactor. Luego advino, con una violencia inusitada, la contrarrevolución neoliberal y su desplazamiento por el Estado de la subsunción real y total de la vida toda bajo las lógicas y dictados salvajes del capital. Se comprobó así que la autonomía relativa del Estado y el derecho está siempre históricamente determinada. Se trata de un fenómeno materialmente contingente que no puede reducirse a una idea a priori.
Justo es reconocer, sin embargo, que al final Poulantzas llegó a preocuparse por estos cambios por los que estaba atravesando la forma Estado, los cuales conceptualizó como “un estatismo autoritario” atravesado por unas relaciones de fuerzas y contradicciones de clases, y entre las distintas fracciones de éstas. Ahora bien, este desarrollo del Estado burgués en momentos en que se enfrenta a amenazas a su supervivencia ya había sido planteado por Pashukanis:
“En nuestra época, en que las luchas revolucionarias se han intensificado, podemos observar cómo el aparato oficial del Estado burgués deja el lugar a los cuerpos francos de fascistas, etcétera. Eso nos prueba una vez más que cuando el equilibrio de la sociedad es roto, ésta no busca su salvación en la creación de un poder situado por encima de las clases, sino en la tensión máxima de todas las fuerzas de clase en lucha (Pashukanis, 1976: 142).”
Ya Louis Althusser —otra de las influencias de Poulantzas— había advertido sobre la diferencia que se estaba asomando en la forma política de la dictadura de la burguesía con el propósito de enfrentarse al desarrollo importante del movimiento revolucionario en el mundo, sobre todo ante la alianza de los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo con las fuerzas anticapitalistas tanto del campo socialista como en el seno de las potencias imperialistas (Althusser, 1977: 194-195). No debía subestimarse en ese sentido el poder del Estado burgués para reestructurarse en contra de las tendencias redistributivas y democratizadoras que limitaban la capacidad del capital para seguir reproduciéndose de conformidad con sus propias leyes y reglas. Pero, así como el Estado burgués buscaba asegurar su poder absoluto para enfrentar a sus enemigos, también estos demostraban señales de que enfrentaba su propia crisis y que buscaba también resignificarse en función de nuevas circunstancias y retos, como fueron los encarnados en Chile entre 1970-1973. En ese sentido, lo ocurrido en Chile representó un “experimento” cuyos resultados tendrían hondas repercusiones mundiales, tanto para la izquierda socialista y comunista como también para la derecha anticomunista y crecientemente neoliberal.
En el caso de España, Francia e Italia ello representó la potenciación de lo que se conoció como el eurocomunismo, lo que resultó ser finalmente el referente concreto que buscaba Poulantzas. Bajo el eurocomunismo los partidos comunistas proclaman una nueva estrategia para acceder pacíficamente al poder por la vía electoral, aceptando además la alternancia gubernamental. Al socialismo se accedería no por el uso de la fuerza, como expresión dura de la lucha de clases, sino que por medio del voto democrático, sin abandonar la lucha de clases aunque sí la tesis de la dictadura del proletariado. Se aceptaba así, para todos los fines prácticos, el liberalismo como nuevo estándar de lo democrático. Para Althusser, sin embargo, el abandono del concepto de dictadura del proletariado no era algo que se podía decretar por encima de las relaciones sociales y de poder en que se fundamenta. Por ello, sugiere que ya el tiempo diría si efectivamente desaparece o si vuelve a reaparecer por “la verdad científica” que refleja. En lo inmediato, por lo menos, proyecta una ruptura con el modelo de la Unión Soviética y el socialismo real europeo (Althusser, 1977: 198-199).
Es preciso recordar aquí el énfasis que Althusser pone en la idea de que lo que asegura finalmente la reproducción de las relaciones sociales y de poder capitalistas son los aparatos de Estado: el aparato represivo y los aparatos ideológicos, incluyendo lo que identifica como “ideología de Estado” e “ideología jurídica”, las que para él anidan fundamentalmente en el inconsciente y de ahí su fuerza determinante de la subjetividad. Y es que el Estado para él es un aparato de dominación en el que sólo se reconoce, en última instancia, la fuerza de la clase dominante. También el derecho existe en función de esa dominación y, en atención a ello, es necesariamente represivo. La base de ambos es asegurar la explotación de unos seres humanos por otros. De ahí que el objetivo de la lucha de clases no se puede reducir a un mero cambio gubernamental sino que de lo que trata es de la conquista del poder del Estado y sus aparatos de reproducción, para luego romper radicalmente con esa forma política y su base socioeconómica en la nueva sociedad comunista (Althusser, 2015: 93-112).
El triunfo electoral en Francia de los socialistas y comunistas en 1981, encabezados por François Mitterand, terminó luego en un fracaso al verse forzados a abrazar los nuevos aires neoliberales. Para fines de la década de los setentas el Partido Comunista Francés había redefinido su perspectiva estratégica. La perspectiva marxista de la lucha de clases como motor de la política revolucionaria pasó a ser desplazada por la perspectiva liberal. Hoy representa una fuerza política marginal según los resultados de las elecciones presidenciales pasadas de 2022. En el caso del Partido Comunista Italiano, fundado por Gramsci y Bordiga, se decide su disolución en 1991 para la creación, en su lugar, del Partido Democrático, de orientación liberal y socialdemócrata. En ambos casos, para todos los fines prácticos se le dio la espalda al marxismo y se abandonó en la práctica el objetivo de luchar por la potenciación de un tránsito del capitalismo al socialismo. En el caso de España, el Partido Socialista Obrero Español abandonó el marxismo en el 1979, optando por definirse como partido socialdemócrata. Por su parte, el Partido Comunista de España terminó diluyéndose en el 1986 en un frente de partidos y organizaciones conocido como Izquierda Unida.
Para todos los fines, la izquierda, incluyendo un sector significativo de la izquierda marxista, terminó dándole la razón a la controvertible tesis de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia, según enunciada por éste en 1988. El fin de la guerra fría entre EEUU y la URSS constituye “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano” (Fukuyama, 1988). Producto de ello la dialéctica entre el amo y el esclavo, el capitalista y el proletario, arribó a su estación final. La historia como contradicción entre el capital y el trabajo llegó a su fin, asegura Fukuyama. Podrán haber conflictos en el futuro pero estos serán vistos en el marco de una nueva consciencia histórica que estará centrada básicamente en torno a lo económico, aunque determinada estrictamente por las formas y lógicas liberales, incluyendo las neoliberales.
Así las cosas, vemos como el golpe en Chile dio inicio a un periodo en que la izquierda marxista terminó estratégicamente metida en un callejón sin salida por su fetichismo de las formas sociales burguesas del Estado y el derecho. El fetichismo consiste en que se termina actuando como si tanto el Estado como el derecho tuviesen vida propia, realmente autónomas que responden sólo a sus propias lógicas operacionales. Se ha demostrado una incapacidad pasmosa para entender que detrás de lo que enuncian formalmente, hay una realidad material que se impone. He allí la gran perversidad de la forma política estatal y forma jurídica: ocultan su verdadera cara y nos compelen a establecer con ellas una relación fetichizada basada más en una ilusión en torno a sus promesas que en la realidad de los múltiples incumplimientos con éstas.
Sin embargo, la historia no ha llegado a su fin, ni su dialéctica de la contradicción. Ambas siguen vivas. De ahí que toda proposición en abstracto sobre la historia, no nos acerca a la verdad. Hay que identificar su despliegue real. La dialéctica es ese despliegue material de la historia y la vida, y no la repetición mecánica de esquemas y lógicas abstractas, es decir, que se abstraen de su prueba de fuego: lo real. De ahí que no puede reducirse la dialéctica a mero método o pura teoría, ya que es, como tal, el movimiento real de la historia, el cual es inmanente a las circunstancias que necesitamos y buscamos transformar, por más que se pretenda ideológicamente enmascarar o ignorar. El mundo es inherentemente contradictorio, permanentemente contradictorio. No hay un afuera de la contradicción.
El gobierno de Gabriel Boric prefiere seguir huyendo de esa gran verdad, celebrando tímidamente el ejemplo de Salvador Allende a 50 años del golpe, mientras que una derecha recompuesta y envalentonada reivindica el golpe. Temeroso de que pueda repetirse la historia, admite en su mensaje en el acto oficial conmemorativo que “la democracia no está garantizada” y puntualiza que “la democracia es un fin en sí mismo, no meramente instrumental, y la violencia política no cabe dentro de ella”. Ante la insistencia de la derecha de que no había alternativa al golpe, señaló Boric: “¡Por supuesto que había otra alternativa! Y el día de mañana, cuando vivamos otra crisis, siempre va a haber otra alternativa que implique más democracia y no menos” (Boric, 2023).
¿De qué democracia hablamos? ¿La burguesa, la liberal, la misma que una y otra vez demuestra ser el pantano donde finalmente muere la revolución porque dicha “democracia” no fue hecha para ir en contra de su razón de ser: la reproducción del capital y su dominación?
Así las cosas, apenas habían pasado 100 días de su gobierno cuando Boric decidió prorrogar el estado de emergencia a cargo de las Fuerzas Armadas, para la pacificación del conflicto histórico con el pueblo mapuche en La Araucanía. Asimismo, continúa defendiendo a los Carabineros frente a las críticas internas y externas de que han sido objeto por sus acciones represivas criminales contra los manifestantes del estallido social de octubre de 2019 contra el gobierno derechista de Sebastián Piñera. Fueron más de 1,400 personas que recibieron heridas de bala, 220 de los cuales con trauma ocular severo. Hubo 1,100 denuncias por torturas y tratos crueles y degradantes, incluyendo 70 delitos de carácter sexual contra mujeres. Se trata de un gobierno débil e inseguro que le ha permitido a la derecha, incluyendo su ala fascista, retomar la ofensiva y neutralizar cualquier posibilidad real de refundación constitucional del país más allá del orden legado por el sátrapa Pinochet.
¡Otra oportunidad que pierde la izquierda! Se repite así la historia por no querer aprender de ella y seguir insistiendo en ignorar que no existe un afuera de la contradicción. Me refiero por un lado a la contradicción capital-trabajo, que se nos presenta a primera vista como contradicción igualdad-desigualdad, siendo que el capital es consustancialmente una relación social estructurada adversativamente, la cual no podemos eludir y de la cual están impregnadas las formas sociales creadas por el capitalismo para asegurar su reproducción eterna. Por otro lado, me refiero al carácter antagónico de esa contradicción. No hay conciliación posible, como ya demuestra el rumbo salvaje tomado por el capital a partir de 1973. Sólo nos cabe prepararnos y organizarnos para superarla victoriosamente en sus despliegues materiales inmediatos, sin recetas, pero también sin falsas ilusiones o reconciliaciones fáciles.
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* El autor es Profesor e Investigador Independiente en Filosofía y Teoría del Estado y del Derecho. Es Catedrático retirado de la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos (Mayagüez, Puerto Rico), de la que también fue Decano fundador. Es autor, entre otras obras, de Estado, Direito e Revolução (São Paulo, 2022), Crítica à economia política do direito (São Paulo, 2019), ¡Ni una vida más para el Derecho! Reflexiones sobre la crisis actual de la forma jurídica (San Luis Potosí/Aguacalientes, 2014) y La rebelión de Edipo y otras insurgencias jurídicas (San Juan de Puerto Rico, 2004). Es miembro del GT CLACSO “Pensamiento jurídico crítico y conflictos sociopolíticos” y Editor a cargo de su Boletín “Crítica jurídica y política en Nuestra América”. Email: [email protected].
[1] El Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) protagonizó una resistencia inicial hasta la muerte en combate de su secretario general, Miguel Enríquez en octubre de 1974. EL MIR se había distinguido por sus críticas a la UP debido, entre otras cosas, a su negativa a preparar debidamente sus bases partidarias para una eventual confrontación armada, la cual estimaban inescapable. El Partido Comunista no activó hasta el 1983 su brazo armado, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. El 7 de septiembre de 1986 realizaron un operativo para atentar contra la vida del sátrapa Pinochet, del cual el dictador escapó ileso.
[2] Cuba es el único país en que Puerto Rico, representado por quienes luchan por su independencia, tiene una Misión diplomática desde la cual fomentar la solidaridad internacional con su causa, en especial la del Gobierno Revolucionario cubano.
[3] Recuerdo nuestras visitas a Julio Benítez cuando era subsecretario general del Partido Socialista y acudíamos a su despacho, por el origen puertorriqueño de su familia paterna, para coordinar expresiones de solidaridad a favor de la independencia de Puerto Rico.
[4] Ya para 1973 quedan pocos Comandos Comunales activos.
[5] Su autor, Orlando Millas, era dirigente del Partido Comunista de Chile y el nuevo Ministro de Economía.
[6] Una excepción a ello parecería ser sus análisis posteriores del fenómeno del fascismo en Europa, como también su análisis del fin de las dictaduras en Portugal, Grecia y España.